EL SUEÑO DEL PONGO
(Jose Maria Arguedas)
Esta obra
empieza con un siervo indio que se dirige a la casa hacienda para cumplir su
turno de pongo. Era un hombrecito con ropas viejas. Con verle, el patrón, se
burló de su aspecto y de inmediato le ordenó hacer la limpieza. El pongo se
portaba muy servicial; no hablaba con nadie; trabajaba callado y comía solo.
El patrón tomó
la costumbre de maltratarlo y fastidiarlo delante de toda la servidumbre,
cuando se reunían de noche en el corredor de la hacienda para rezar el Ave
María. El patrón obligaba al pongo a que imitara a un perro; el pongo hacía
todo lo que se le ordenaba, lo que provocaba la risa del patrón, quien luego lo
pateaba y lo revolcaba en el suelo. Incluso los demás siervos no podían
contener la risa al ver tal espectáculo.
Y así pasaron
varios días, hasta que una tarde, a la hora del rezo habitual, cuando el
corredor estaba repleto de la gente de la hacienda, el pongo pide a su patrón permiso para hablar. El patrón,
asombrado de que el hombrecito se atreviera a dirigirle la palabra, le dio
permiso, curioso por saber qué cosas diría. El pongo empezó a contar al patrón
lo que había soñado la noche anterior: y empezó a relatar que ambos habían muerto y se encontraron desnudos
ante los ojos de San Francisco, quien examinó los corazones de los dos. El
santo ordenó que viniera un ángel mayor acompañado de otro menor que trajera
una copa de oro llena de miel. El ángel mayor, levantando la copa, derramó la
miel en el cuerpo del hacendado y lo bañó con ella desde la cabeza hasta los
pies. Cuando le tocó su turno al pongo, San Francisco ordenó al ángel viejo que
bañara el cuerpo del pongo con el excremento que había en una lata que el ángel
tenia. Entonces, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, lo untó en
todo el cuerpo del pongo, de manera tosca.
Hasta allí
parecía que esa era la justa retribución de ambos y así creyó entender el
hacendado, que escuchaba atento tal relato. Sin embargo, el pongo advirtió
rápidamente que allí no terminaba la historia, sino que San Francisco, luego de
mirar fijamente a ambos, ordenó que se lamieran el uno al otro, en forma lenta
y por mucho tiempo. El viejo ángel rejuveneció y quedó vigilando para que la
voluntad de San Francisco se cumpliera.
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